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domingo, 22 de mayo de 2016

Rollos de canela, o la razón de ser de la canela





Dijo Voltaire que "El primero que comparó a la mujer con una flor, fue un poeta; el segundo, un imbécil". Yo me siento más como el segundo que como el primero al presentar a los rollos de canela. No los compararé con rosas de pétalos esponjosos borrachos de canela, azúcar  y mantequilla y tampoco los describiría nunca como las margaritas del invierno, ni como la novia del campo "amapola abierta en el trigo: amapolita, amapola ¿te quieres casar conmigo?" Jamás se me ocurriría presentarlo como la flor encontrada en las montañas de Valkeri, que hizo perder al duro de Bukowski el lóbulo de la oreja parte de la nariz un ojo y la mitad de la cajetilla de cigarrillos. Acaso podría decir que los rollos de canela hacen de ti lo que la primavera hace con lo cerezos pero eso ya lo dijo Neruda. El caso es que los bollos de canela son una cosa notable. Los probé por primera vez en Estados Unidos y entonces plantee dedicar mi vida a importarlos a toneladas. Ahora sé que este dulce típicamente americano no necesita ser importado en absoluto porque es tan europeo como Shakespeare. Cada vez que imagino Escandinavia, además de los acantildos y la madera imagino también el olor a podrido, el olor a bosque, agua helada, salmón, pan, eneldo y bollo. Imagino que nunca un bollo de canela tuvo más sentido que una mañana de invierno escandinavo al calor de la chimenea.


Los bollos de canela no son una de las cosas que uno hace porque le sobra media hora, hay que mimarlos y prestarles tiempo. Yo creo que merece la pena sobretodo cuando te surge un repentino apetito por ellos y no encuentras ninguno a tres manzanas a la redonda. El tema es que cuando te apetece uno nada puede sustituirlo.


Esta vez, y creo que lo haré más veces, porque últimamente ando con el tiempo apurado todo el rato como el conejo de Alicia, he utilizado una levadura de panadero instantánea que compré por internet y dormitaba en la despensa. Es muy útil para los que andan siempre con el reloj en la mano y aunque da un buen resultado solamente la recomiendo a este grupo de gente. Los bollos buenos, de verdad, se hacen esperar, y después son aún mejores de lo que pensabas, siempre. La receta de bollos de canela fue la primera que compartí en este blog y me agrada mucho volver a compartirla en su versión ligeramente mejorada.

Espero que los hagáis no sabéis lo que me gustaría tener uno cerca ahora mismo porque los que hice volaron como el viento sobre los campos trigo.




viernes, 15 de abril de 2016

El pollo asado de fin de semana perfecto con puré patatas, cebolla y ajo




Escribo esta receta con un pijama donde pone claramente "Howartz, colegio de magia y hechicería", escuchando música rock al volumen más alto que mis cascos puedan soportar y comiendo chocolate con galletas.  Me gustaría decir que soy una mujer madura que tiene una gran receta de pollo asado de fin de semana sin embargo apenas me siento una chica que se acaba de emancipar y está obsesionada con cierta receta de pollo asado con puré de patatas. 

Puede que la receta me supere de largo en madurez, puede que sea más sensata de lo que yo nunca llegaré a ser pero jamás se le debería olvidar que si aparece en nuestra mesa un fin de semana sí y el otro también es porque un alma infantil, errática y caprichosa quiere que lo haga. El pollo asado es una de las recetas que hay que tener y dominar en el recetario a no ser que te lo prohíba la religión o la dieta en cuyo caso lo siento de veras. El pollo asado se hace cantando y bailando porque es sábado y cocinamos para los queremos. Francamente no debería haber nadie al que un  pollo asado en la mesa no pueda conmover,  es el plato perfecto, capaz de unir a las mentes más dispares en un mismo sentimiento y estoy casi segura de que si no te gusta el pollo asado y no eres vegetariano es que no mereces comer. Lo siento otra vez.

Hay muchas maneras de hacer pollo asado la peor de todas es la que dice que enciendas el horno y lo calcines en el, dejes las pechugas como alpargatas y obtengas una salsa de cuyo nombre no te querrás acordar. La mejor te dirá que utilices un chisme que da vueltas al pollo mientras lo asas y que seamos francos, no tienes. A mi me gusta esta por muchas razones. La primera es que es sencilla y no hay que manchar muchas trastos, solo una cazuela. La segunda es que el pollo no se seca a no ser que hagas las cosas mal. Y la tercera y la más importante es que viene con el mejor puré de patatas que puedas imaginar incluido en el precio. De hecho el puré es la razón principal de que lo haga tan a menudo y todavía no he conocido a nadie que no esté de acuerdo de que se trata de una obra maestra. El secreto es sencillo, las patatas se colocan justo debajo del pollo para que recojan los jugos que suelta y se asan junto a abundantes ajos y cebollas que se caramelizan y le dan un extra de sabor que resulta imposible rechazar. Si  a todo esto le añadimos al final la mantequilla, que sospecho que  es el secreto de toda buena cocina, obtenemos una masa hecha de amor y tiempo prácticamente perfecta.

Esta receta es una versión del pollo asado de Berasategui. Me he tomado la licencia de cambiar algunas cosas y de añadir especias porque pienso que no hay nada que no puedan mejorar y especialmente el pollo que es un poco sosainas.  Espero que probéis y os guste tanto como a mi. Merece la pena.  




lunes, 4 de abril de 2016

Merluza en salsa verde con almejas y algo sobre una tal Plácida



En esto que estaba Doña Placida de Larrea en su cocina de la casa-torre de la Ribera en Bilbao, alla por el año 1723, y como tenía una merluza, abundantes perejiles, espárragos que le habían enviado de Tudela, unas chirlas y una docena de gordos cangrejos pescados en aguas de Ibaizabal decidió guisarlo todo a ver que salía y lo mismo le podía haber salido un churro como nos pasa tantas otras veces, pero le salió la famosa merluza en salsa verde. Naturalmente Doña Placida quedo encantadísima con su descubrimiento y nada de este suceso fortuito habría llegado hasta nosotros ni hubiéramos sabido la verdadera artífice de uno de los platos más intencionales de la cocina vasca sino fuera porque poco después Doña Placida de Larrea se sentó a escribir con regocijo a su amiga y homónima Doña Placida de Larrinaga, y de Eguidazu, Navarra del valle Baztán, lo que hizo aquella mañana de mayo con la merluza de la comida. 

La merluza en salsa verde es uno de los platos clásicos que dan orden y sentido al universo. Saber que al llegar a casa tendrás una merluza chapoteando en un mar salado y espeso de color verde es suficiente para perdonar al día todo lo que te ha hecho. Dicen que es un plato de fiesta pero en mi casa es el plato que se hace cuando ninguna otra cosa tendría sentido. Cuando el estómago necesita un poco del vaivén relajado de las olas, cuando el estrés de las cosas cotidianas necesita sentarse a reflexionar un rato. 

La merluza en salsa verde es un guiso antiguo y a la vez moderno que más que cambiar se ha ido puliendo con en el tiempo. Su versión más conocida, la merluza a la Koxkera o a la Donostiarra, lleva huevos duros y espárragos, también hay quien añade guisantes frescos para aportar aún más verde al plato y los días especiales la salsa verde se engorda aún más con unas kokotxas mantequillosas. Las que nunca deberían faltar son las almejas que son, mucho me temo, las verdaderas causantes del revuelo que causa esta preciosa salsa. 

Debo admitir que solamente me gustan las almejas en sentido poético, me gusta el sabor que aportan a infinidad de platos, y no concibo una salsa verde sin el sabor salvaje que le dan las almejas pero de ahí a que me coma una hay un mundo muy complicado. Quizá es algo irracional, yo creo que el gusto siempre lo es, al final uno aprende a comer de todo, pero en mi caso es un ejercicio de disciplina que dura todo el rato. Aprendí a comer pimientos verdes, me obligué a comerlos aunque me supieran a amoniaco, lo juro por dios. Siguen sin ser mi comida favorita pero estoy orgullosa de poder sentarme hoy en día en una mesa en la que alguien me ofrece unos pimientos verdes fritos y no tener que montar una escena. Algún día también comeré almejas, mejillones y ostras, seguro, pero hoy no es ese día. 

Espero que probéis esta receta y sintáis como yo la necesidad de volver a ella cada vez que el cuerpo así lo pida. No omitáis las almejas, son el quid de la cuestión, de verdad. 



jueves, 3 de marzo de 2016

Carciofi alla giudea o alcachofas enteras fritas al estilo judeo-romano




"¿Cómo sugerir, por ejemplo, una ciudad sin palomas, sin árboles y sin jardines, donde no puede haber aleteos ni susurros de hojas, un lugar neutro, en una palabra? 
El cambio de las estaciones solo se nota en el cielo. La primavera se anuncia únicamente por la calidad del aire, o por los cestos de flores que traen a vender los muchachos de los alrededores. Una primavera que venden en los mercados."

Albert Camus, La peste.


Nunca he sido el tipo de persona que pierda los papeles con una alcachofa pero desde que conozco la existencia de los carciofi alla giudea, las alcachofas al estílo judío típicas de la Roma, las miro de otra manera. Los carciofi se confitan primero y después se fríen en abundante aceite muy caliente hasta que se abren como una flor de pétalos crujientes y color caramelo. Es un plato fantástico que se come con sal y nada más porque no hace falta más.

Elizabeth Minchilli sujetando una alcachofa romana. Foto: Elizabeth Minchilli

Las alcachofas ideales para hacer carciofi alla giudea son las de la variedad que sostiene Elizabeth Minchilli en la foto superior. Son moradas y son gigantes y francamente díficiles de encontrar en mi pueblo y alrededores.  Si sé que existen es gracias a Minchilli, que sí que es una de esas personas que pierde la cabeza con las alcachofas y además vive en Roma.

A Minchilli le gusta decir que su trabajo consiste en escribir sobre casas bonitas, comida deliciosa y gente interesante. Ha escrito un libro titulado "Comiendo Roma. Viviendo la buena vida en la ciudad eterna". No sé por qué, pero se le ve contenta. En invierno su instagram se tiñe de púrpura al igual que los mércados de Roma. Enero, febrero y marzo son un tiovivo alcachofas, pasta, expreso con helado, edificios antiguos y envidia sana. Si os gusta pasarlo mal viendo fotos edulcoradas de gente que vive mejor que vosotros, o creéis que aún no sabéis ni la mitad de lo que querríais de la comida Italiana os recomiendo que echéis un ojo a su blog  (en inglés) seguro que os quedáis.



A pesar de que no dí con la alcachofa adecuada no pude quedarme quieta y al final me conforme con hacerlo con alcachofas blancas de Tudela y no me arrepiento de nada porque  el resultado fue un éxito rotundo. Nadie merece privarse de carciofi alla giudea por muy lejos de Roma que esté. 

Para hacer este plato he confiado una vez más en Mina Holland y en su atlás comestible donde comparte una receta muy fiable y bien detallada de Jacob Kennedy para hacer las alcachofas y no morir en el intento. Debéis saber que este es el  tipo de plato para el que no es ninguna tontería contar con un termómetro de cocina o una freídora con control de temperatura. El ojo de buen cubero puede no dar el resultado crujiente esperado. No es una receta difícil pero tiene su aquel y es mejor estar preparado.


Alcachofas en un puesto romano. Foto: Elizabeth Minchilli.

Espero que las probéis y os gusten tanto como a nosotros.




viernes, 26 de febrero de 2016

Creo que he vuelto a hacer pechugas de pollo al limón para cenar








Cuando tu vida es un constante viaje a Ikea y andas por el mundo con el pelo, las uñas y la cara pintadas del blanco de tus paredes y llegas a casa tan cansada que lo único que pides de la comida es que te de consuelo, lo normal es que tires de recetas que exigen un nivel cognitivo muy escaso. Los huevos con pimientos del piquillo, las tortillas, los sandwiches, el atún en conserva, las pechugas vuelta y vuelta... Son platos que forman parte de la logística cotidiana y que nadie necesita que le digan como se hacen. Nadie necesita hacer un doctorado para hacer unas pechuga de pollo vuelta y vuelta. Es un plato que hasta en la cocina mas cutre del piso de estudiantes más indecente se resuelve con bastante dignidad.

Sin embargo, yo, que últimamente abuso de este recetario tan elemental, he descubierto un truco que consigue sacar de las pechugas todo el glamour que hay en ellas. Es algo tan sencillo y tan gratificante que soy incapaz de guardarme el solamente para mi. El truco está en hacer un marinado sencillo a base de aceite, ajo y limón como ingredientes básicos que, por supuesto, se puede elaborar hasta donde la imaginación alcance. El marinado funciona de dos maneras. Por un parte, cubre las pechugas con una gabardina impermeable  al secado zapatilla típico y por otro las perfuma con el aroma sutil y siempre apropiado del limón y el ajo. Os aseguro que es probarlo una vez y no mirar de nuevo atrás, porque el resultado son unas pechugas jugosas y emocionantemente delicadas capaces de conseguir abrir el apetito del estómago más apático y revirado del planeta.



Descubrí el truco hace poco en el libro How to Eat de Nigella Lawson. Un libros de cocina mejor escritos que haya caído en mis manos. Nigella es una de esas pocas personas que nacieron con el don de la cocina y de de la palabra al mismo tiempo y yo la adoro por ello. En el libro la autora insiste en más de una ocasión sobre la conveniencia de marinar el pollo y yo, que no necesito que me diga dos veces que haga una de sus recetas, tarde medio minuto en probarlo.


 La verdad es que ahora no hago mis pechugas de otra manera, además, algo bastante inusual, todo el mundo parece estar de acuerdo con la moción. Parece una estupidez y me da hasta vergüenza afirmar que esto sea una receta pero tenéis que entender que si no mereciera la pena no se me ocurriría compartirla. Yo las hago empanadas con viento sur y a la plancha con viento norte, la verdad es que quedán bien de las dos maneras.

Espero que la probéis y os guste tanto como a nosotros.



viernes, 29 de enero de 2016

Gyozas de cerdo y col china. El plato japonés que no te quieres perder







Hace poco pasé un fin de semana demasiado corto en Barcelona y aprovechando que estaba allí fui a comer al Ramen-Ya Hiro. Hacía mucho tiempo que quería comer ramen por eso cuando llegamos al local y vimos que había una cola considerable mi convicción no se achantó un palmo. Mi acompañante sin embargo parecía preocupado, y cuando le manifesté mi intención de ponerme a la cola no quiso dar crédito a sus oídos. Habíamos dejado la aldea, estábamos en Barcelona, donde teníamos mil sitios donde comer sin tener que hacer cola y yo tuve que elegir precisamente ese, no podía parar de soltar salamandras por la boca. Cuesta creer que haya en el mundo nadie más reacio a hacer colas que yo pero resulta que la hay y que he ido a parar justo a su lado. No se lo que le dije pero funcionó y en menos de media hora estábamos sentados en la barra de un minúsculo local abarrotado con vistas a la cocina. A mi me pareció fantástico, a el, todavía no. El cocinero, que tenía un pañuelo anudado a la cabeza, no paraba de subir y bajar una cesta con fideos amarillos que sumergía en un hueco lleno de agua caliente. De vez en cuando removía las enormes cazuelas de caldo que había justo al lado o se daba la vuelta para emplantar un bol enorme de ramen. Justo al lado, un camarero caramelizaba trozos finos de carne mantequillosa con un soplete y había también una mujer delante de mi que sacaba platos humeantes del lavavajillas y los apilaba junto a la vajilla visible para todos los clientes. Juro que parecía que se movían al son de la narcótica música reggae que sonaba sin parar. 

Cuando nos trajeron la carta nos dimos  cuenta de que no teníamos ni idea de lo que íbamos a pedir pero tampoco fue difícil porque el repertorio era agradablemente limitado; había ramen. 


Yo pedí un clásico el ramen de miso y mi pareja tsukemen, creo que solo porque sonaba bien y parecía que tenía más comida, lo cual es, para el, siempre un punto a favor. Para compartir pedimos gyozas. Cuando llegaron las gyozas y las probé me arrepentí al momento de haberlas pedido para compartir. Había cuatro y era claramente insuficiente. El Ramen nos gusto lo mismo. No llegué a terminar mi bol pero salí del local rodando y jurando que al volver a casa empezaría a ponerme seria con la cocina japonesa.

La verdad es que en un primer contacto la cocina japonesa  parece bastante marciana y da un poco de miedo. Personalmente lo que más me intrigaba al principio era el despliegue de flora marina que rodea a la mayoría de las preparaciones. Nunca he sentido mucho simpatía por las algas y hubo un tiempo que era tan improbable verme comiendo una como ver salir el sol dos veces en un mismo día. Vino sin embargo un viento de cambio llamado alga kombú. 



El  kombú es uno de los ingredientes fundamentales del caldo dashi, el caldo básico japones, y el culpable directo de que hoy en día se hable tanto del sabor más enigmático de todos, el umami. El alga kombú es el ingrediente que mayor cantidad de glutamato monosódico, umami, contiene de forma natural y hace que la sopa mejore un disparate. Tiene un color verde oscuro y una consitencia gelatinosa algo repugnante cuando esta hidratada pero os aseguro que una vez que uno prueba un caldo con kombú se convierte y se da cuenta de que todos, también los japoneses, somos humanos y que  a todos nos gustan las cosas buenas de la vida. En realidad nos unen más las similitudes que las diferencias y las gyozas son uno de los ejemplos más claros de esta realidad.

Las gyozas son el tipo de comida que hace feliz a la gente. Basicamente es una masa rellena que es en cualquier lugar del mundo la bandera de una cocina contenta. Todo el mundo quiere su parte: Los raviolis en italia, los mantis en turquia, las empanadillas españolas, la empanada gallega y  las empanadas del sur de americana, los Cornish pasties del Reino Unido, los dumplings asiáticos...


Las gyozas son un tipo de dumpling típico de Japón, de China, donde se conocen como jiaozi, y de Corea donde se llaman mandu. La masa recuerda por su ternura a los raviolis pero es más firme y gomosa sin llegar a serlo demasiado. Es una textura al principio chocante que enseguida engancha. El relleno más habitual es una mezcla de carne picada de cerdo, gambas y col aderezada con ajo, soja y jengibre, aunque se podría rellenar con cualquier carne o pasta solida incluidas las dulces. 

Los que yo comí en el Ramen Ya-Hiro tenían el regusto inconfundible del jengibre y aunque no me suele gustar abusar de esta especia aquí me parece que funciona perfectamente. La col ayuda a que la carne esté más jugosa y fresca y la soja junto al aceite de sésamo le da profundidad y belleza. Las gyozas se pueden y se suelen hacer al vapor pero a mi me gusta especialemnte la versión japonesa de doble cocción porque el resultado es brillante, quedan crujientes por una cara y blanditas por la otra. Están tan buenas que considero de mala educación servirlos en raciones menores a la centena por persona. 



Pueden parecer dificiles por su apariecia sofisticada, pero os aseguro que no hace falta ser ningún maestro en origami para hacerlas y que hasta los más torpes os divertireis moldeando los pequeños bolantes. Lo más difícil es domesticar la masa porque es algo testaruda. Si teneis la suerte de vivir cerca de un supermercado asatiaco donde venden las obleas para gyoza yo recomimendo totalmente que os simplifiqueis la vida con ellas. 

Para hacer esta receta he basado en la receta de Cocino Thai, que tiene dos videos explicativos muy bien hechos, y en la receta de The Dumpling Sisters, que también tienen un video en el que enseñan el paso a paso de las gyozas que les enseño a hacer su madre. Os recomiendo que los veais, merece la pena, y espero que os animéis a hacer la receta y que os gusten tanto como a nosotros.